Continuamente oigo hablar despectivamente o con menosprecio irónico de los que compran, regalan y coleccionan libros que después no leen o leen a medias y de forma descuidada. Es decir, aquellos que usan los libros de una manera heterodoxa. Me gustaría -sin despreciar, está claro, la línea ortodoxa de la buena lectura- defenderlos un poco, precisamente estos días que celebramos la festividad de San Jorge.
Pienso que el amor al libro, supera a veces la simple valoración de su contenido y de su posible mensaje, es decir, supera la afición a la lectura. La situación ideal sería aquella en la cual este amor fuera realmente una superación en lugar de una somera suplantación. Pero si, por cualquier razón, el contenido no llega a tiempo o llega perdido, no hay que olvidar la eficacia autónoma del amor, digamos superficial. El libro como objeto tiene un valor visual y táctil, e igualmente olfativo. Mirar y acariciar un libro puede ser un placer parecido al de mirar y acariciar cualquier obra de arte.
No me refiero únicamente a la respuesta obtenida por la calidad de un diseño cuidado y atractivo, a la luz de una vistosa publicidad, y una, no menos, refulgente impresión; si no también, a toda la carga de historia cultural que contiene cualquier buen libro y que se manifiesta en sus propias cualidades físicas. En la mirada y en la caricia existen igualmente premoniciones de un contenido que algún día llegará oportunamente. El amor va más allá del simple atractivo visual y publicitario.
Tanto es esto, que además de la premonición de la solvencia y eficacia del contenido, existe a menudo, un proceso de mitomanía, de manera que cada libro puede ser un buen instrumento para restaurar conscientes y subconscientes.
Pienso que el amor al libro, supera a veces la simple valoración de su contenido y de su posible mensaje, es decir, supera la afición a la lectura. La situación ideal sería aquella en la cual este amor fuera realmente una superación en lugar de una somera suplantación. Pero si, por cualquier razón, el contenido no llega a tiempo o llega perdido, no hay que olvidar la eficacia autónoma del amor, digamos superficial. El libro como objeto tiene un valor visual y táctil, e igualmente olfativo. Mirar y acariciar un libro puede ser un placer parecido al de mirar y acariciar cualquier obra de arte.
No me refiero únicamente a la respuesta obtenida por la calidad de un diseño cuidado y atractivo, a la luz de una vistosa publicidad, y una, no menos, refulgente impresión; si no también, a toda la carga de historia cultural que contiene cualquier buen libro y que se manifiesta en sus propias cualidades físicas. En la mirada y en la caricia existen igualmente premoniciones de un contenido que algún día llegará oportunamente. El amor va más allá del simple atractivo visual y publicitario.
Tanto es esto, que además de la premonición de la solvencia y eficacia del contenido, existe a menudo, un proceso de mitomanía, de manera que cada libro puede ser un buen instrumento para restaurar conscientes y subconscientes.
Por eso pienso que comprar, regalar y coleccionar libros es una nobilísima actividad. Tener libros en casa, ordenarlos, dirigirlos hacia récords personales, respetarlos como mudos testimonios y promesas insinuadas es, a fin de cuentas, un acto intelectual y un espectáculo de cultura.
La presencia de los libros en nuestras casas -de los libros leídos, y sobre todo de los no leídos, que siempre son la mayoría- es como la infiltración casi subterránea del gusto por convivir con contenedores de cultura, con misteriosos estuches que algún día abriremos y que, mientras no los abramos, nos impulsan unos deseos y unas esperanzas a menudo superiores a su estricta realidad. Deseos y esperanzas que se multiplican con el recuerdo de cuando fueron adquiridos, con aquella persona que te lo regaló, o simplemente te transportan en el tiempo a través de percepciones muy sutiles.
Por otra parte, incluso en términos puramente productivos y comerciales -base organizativa indispensable para cualquier vehículo de cultura- hay que elogiar al comprador, no únicamente al esfuerzo que supone la lectura.
Aquel que nada más compra libros para leer, no vuelve a comprar hasta haber agotado la lectura. El que no lee, compra sin pasar por ésta experiencia. Es decir, compra muchos más libros y ayuda a soportar el “xup–xup” económico del sector.
Está claro que no hay que confundir a los enamorados de los libros, y aquellos que compran “libros a metros” para llenar paredes. Aunque participan en la buena navegación de la economía editorial, no producen ningún acontecimiento cultural: en lugar de estar enamorados de los libros, hacen de ellos una vulgar y deshonesta explotación. Se prostituyen porque, a módico precio, les obligan a disfrazar su amor que no sienten y al que nunca serán fieles, nada más por quedar bien ante un público, aparentando que los adinerados nada juiciosos, malean a los intelectuales de buena fe. O a los magníficos y apasionados mitómanos.
Me gustaría, el día de San Jorge, regalar a los amigos y amigas, un libro que fuera tan eficaz, en los tratos de la amistad, como lo es regalar unos zapatos, una corbata o unas medias -tres objetos famosos en la historia de los mitómanos– en los cuales, se encubre siempre una intimidad difusa pero intencionada.
O tan eficaz como la misma rosa que estos días suele acompañar al libro. Me gustaría que sin tenerlo que leer, el aspecto del color y hasta su olor fuera como una rosa, haciéndole vivir de alguna forma una sublimada relación e inclusive le perpetuaran algún récord.
No hay que leer de momento. Es suficiente con mirar y acariciar: ser un enamorado de los libros, al margen de ser o no un aficionado a la lectura.
(Traducción del editorial firmado por Oriol Bohigas en el número del mes de abril de 1990 del cuadernillo de Distribuciones Enlace, S.A.)
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